Discurso de Caracas (Venezuela) - Roberto Bolaño
Siempre tuve un problema con
Venezuela. Un problema infantil, fruto de mi educación desordenada, problema
mínimo pero problema al fin y al cabo. El centro de este problema es de índole
verbal y geográfica. También es probable que se deba a una especie de dislexia
no diagnosticada.
No quiero decir con esto que mi
madre no me llevara nunca al médico, al contrario, hasta los diez años fui
visitante asiduo de consultas y hasta de hospitales, pero a partir de entonces
mi madre creyó que ya era suficientemente fuerte como para aguantarlo todo.
Pero volvamos al problema. Cuando era pequeño jugaba al futbol. Mi número era
el 11, el número de Pepe y de Zagalo en el mundial de Suecia, y fui un jugador
entusiasta, pero bastante malo, aunque mi pierna buena era la izquierda y se
supone que los zurdos no desentonan en un partido. En mi caso no era cierto, yo
desentonaba casi siempre, aunque de vez en cuando, una vez cada seis meses, por
ejemplo, hacía un partido bueno y recobraba una parte al menos del enorme
crédito perdido. Por las noches, como es natural, antes de dormirme, pensaba y
le daba vueltas a mi lamentable condición de futbolista. Y fue entonces cuando
tuve el primer atisbo consciente de mi dislexia. Yo chutaba con la izquierda
pero escribía con la derecha. Eso era un hecho. Me hubiera gustado escribir con
la izquierda, pero lo hacía con la derecha. Y ahí estaba el problema. Por
ejemplo, cuando el entrenador decía: pásale al de tu derecha, Bolaño, yo no
sabía a qué lado tenía que pasar la pelota. E incluso a veces, jugando por la
banda izquierda, ante la voz desgañitada de mi entrenador yo me paraba y tenía que
pensar: izquierda-derecha. Derecha era el campo de futbol, izquierda era
sacarla fuera, hacia los pocos espectadores, niños como yo, o hacia los
potreros miserables que rodeaban los campos de futbol de Quilpué, o de
Cauquenes, o de la provincia de Bío-Bío. Con el tiempo, por supuesto, aprendí a
tener una referencia cada vez que me preguntaban o me informaban de una calle
que estaba a la derecha o a la izquierda, y esa referencia no fue la mano con
la que escribo sino el pie con el que le pego a la pelota. Y con Venezuela
tuve, más o menos por las mismas fechas, es decir hasta ayer mismo, un problema
similar. El problema era su capital. Para mí lo más lógico era que la capital
de Venezuela fuera Bogotá. Y la capital de Colombia, Caracas. ¿Por qué? Pues por
una lógica verbal o una lógica de las letras. La uve o ve baja del nombre
Venezuela es similar, por no decir familiar, a la b de Bogotá. Y la ce de
Colombia es prima hermana de la ce de Caracas. Esto parece intrascendente, y
probablemente lo sea, pero para mí se constituyó en un problema de primer
orden, llegando en cierta ocasión, en México, durante una conferencia sobre
poetas urbanos de Colombia, a hablar de la potencia de los poetas de Caracas, y
la gente, gente tan amable y educada como ustedes, se quedó callada a la espera
de que tras la digresión sobre los poetas caraqueños pasara a hablar de los
poetas bogotanos, pero lo que yo hice fue seguir hablando de los poetas
caraqueños, de su estética de la destrucción, e incluso los comparé con los
futuristas italianos, salvando las distancias, claro, y con los primeros
letristas, el grupo de Isidore Isou y Maurice Lemaître, el grupo del que
saldría el germen del situacionismo de Guy Debord, y la gente a esas alturas
empezó a hacer cábalas, yo creo que pensaban que los bogotanos se habían
trasladado en masa a Caracas, o que los caraqueños habían tenido un papel
determinante en este grupo de nuevos poetas bogotanos, y cuando di por
terminada la conferencia, con un final abrupto, tal como entonces me gustaba acabar
cualquier conferencia, la gente se levantó, aplaudió tímidamente y se marchó
corriendo a consultar el afiche de la entrada, y cuando yo salí, acompañado por
el poeta mexicano Mario Santiago, que siempre iba conmigo y que seguramente se
había dado cuenta de mi error aunque no me lo dijo por que para Mario los
errores y los gazapos y los equívocos eran como las nubes de Baudelaire que
pasan por el cielo, es decir que hay que mirar pero no corregir, al salir,
decía, nos encontramos con un viejo poeta venezolano, y cuando digo viejo
recuerdo ese momento y el poeta venezolano probablemente era más joven de lo
que yo soy ahora, que nos dijo con lágrimas en los ojos que tenía que haber un
error, que él jamás había oído ni una palabra sobre esos poetas misteriosos de
Caracas.
A estas alturas del discurso
presiento que don Rómulo Gallegos debe estar revolviéndose en su tumba. Pero a
quién le han dado mi premio, estará pensando. Perdone, don Rómulo. Pero es que
incluso doña Bárbara, con b, suena a Venezuela y a Bogotá, y también Bolívar
suena a Venezuela y a doña Bárbara; Bolívar y Bárbara, qué buena pareja
hubieran hecho, aunque las otras dos grandes novelas de don Rómulo, Cantaclaro
y Canaima, podrían perfectamente ser colombianas, lo que me lleva a pensar que
tal vez lo sean, y que bajo mi dislexia acaso se esconda un método, un método
semiótico bastardo o grafológico o metasintáctico o fonemático o simplemente un
método poético, y que la verdad de la verdad es que Caracas es la capital de
Colombia así como Bogotá es la capital de Venezuela, de la misma manera que
Bolívar, que es venezolano, muere en Colombia, que también es Venezuela y
México y Chile. No sé si entienden a dónde quiero llegar. Pobre negro, por
ejemplo, de don Rómulo, es una novela eminentemente peruana. La casa verde, de
Vargas Llosa, es una novela colombiano-venezolana. Terra nostra, de Fuentes, es
una novela argentina y advierto que mejor no me pregunten en qué baso esta
afirmación porque la respuesta sería prolija y aburridora. La academia patafísica
enseña, de forma por demás misteriosa, la ciencia de las soluciones imaginarias
que es, como sabéis, aquella que estudia las leyes que regulan las excepciones.
Y este sobresalto de letras, de alguna manera, es una solución imaginaria que
exige una solución imaginaria. Pero volvamos a don Rómulo antes de meternos con
Jarry y notemos, de paso, algunas señales extrañas. Yo me acabo de ganar el
decimoprimer premio Rómulo Gallegos. El 11. Yo jugaba con el 11 en la camiseta.
Esto, a ustedes, les parece una casualidad, pero a mí me deja temblando. El 11
que no sabía distinguir la izquierda de la derecha y que por lo tanto confundía
Caracas con Bogotá, acaba de ganar (y aprovecho este paréntesis para
agradecerle una vez más al jurado esta distinción, especialmente a Ángeles
Mastretta) el decimoprimer premio Rómulo Gallegos. ¿Qué pensaría don Rómulo de
esto? El otro día, hablando por teléfono, Pere Gimferrer, que es un gran poeta
y que además lo sabe todo y lo ha leído todo, me dijo que hay dos placas
conmemorativas en Barcelona, en sendas casas donde vivió don Rómulo. Según
Gimferrer, aunque sobre el particular no ponía las manos en el fuego, en una de
estas casas comenzó el gran escritor venezolano a escribir Canaima. La verdad
es que 99.9 % de las cosas que dice Gimferrer me las creo a pie juntillas, y
entonces, mientras Gimferrer hablaba (una de las casas donde había una placa no
era una casa sino un banco, lo que planteaba una serie de dudas, por ejemplo si
don Rómulo en su estancia en Barcelona —y digo estancia y no exilio porque un
latinoamericano jamás está exiliado en España— había trabajado en un banco o si
el banco vino después a instalarse en la casa en donde vivió el novelista),
como decía, mientras el poeta catalán hablaba, yo me puse a pensar en mis ya
lejanos pero no por ellos menos agotadores, sobre todo en la memoria, paseos
por el Ensanche, y me vi otra vez allí, dando tumbos en 1977, 1978, tal vez
1982, y de repente creí ver una calle al atardecer, cerca de Muntaner, y vi un
número, vi el número 11 y luego caminé un poco más, unos pasos más, y allí
estaba la placa. Eso es lo que vi mentalmente. Pero también es probable que en
los años que viví en Barcelona pasara por esa calle, y viera la placa, una
placa que posiblemente pone Aquí vivió Rómulo Gallegos, novelista y político,
nacido en Caracas en 1884 y muerto en Caracas en 1969 y después, en letras más
chiquitas, otras cosas, los libros, los blasones, etcétera, y es posible que yo
pensara, sin detenerme: otro escritor colombiano famoso, y eso sólo es posible
que lo pensara sin detenerme, insisto, pues la verdad es que entonces ya había
leído a don Rómulo como lectura obligatoria no sé si en un liceo chileno o en
una prepa mexicana y me gustaba Doña Bárbara, aunque según Gimferrer es mejor
Canaima, y por supuesto sabía que don Rómulo era venezolano y no colombiano. Lo
que realmente significa poco, ser colombiano o ser venezolano, y en este punto
volvemos como rebotados por un rayo a la b de Bolívar, que no era disléxico y
al que no le hubiera disgustado una América Latina unida, un gusto que comparto
con el Libertador, pues a mí lo mismo me da que digan que soy chileno, aunque
algunos colegas chilenos prefieran verme como mexicano, o que digan que soy
mexicano, aunque algunos colegas mexicanos prefieren considerarme español, o,
ya de plano, desaparecido en combate, e incluso lo mismo me da que me
consideren español, aunque algunos colegas españoles pongan el grito en el
cielo y a partir de ahora digan que soy venezolano, nacido en Caracas o Bogotá,
cosa que tampoco me disgusta, más bien todo lo contrario. Lo cierto es que soy
chileno y también soy muchas otras cosas. Y llegado a este punto tengo que
abandonar a Jarry y a Bolívar e intentar recordar a aquel escritor que dijo que
la patria de un escritor es su lengua. No recuerdo su nombre. Tal vez fue un
escritor que escribía en español. Tal vez fue un escritor que escribía en
inglés o francés. La patria de un escritor, dijo, es su lengua. Suena más bien
demagógico, pero coincido plenamente con él, y sé que a veces no nos queda más
remedio que ponernos demagógicos, así como a veces no nos queda más remedio que
bailar un bolero a la luz de unos faroles o de una luna roja. Aunque también es
verdad que la patria de un escritor no es su lengua o no es sólo su lengua sino
la gente que quiere. Y a veces la patria de un escritor no es la gente que
quiere sino su memoria. Y otras veces la única patria de un escritor es su
lealtad y su valor. En realidad muchas pueden ser las patrias de un escritor, a
veces la identidad de esta patria depende en grado sumo de aquello que en ese
momento está escribiendo. Muchas pueden ser las patrias, se me ocurre ahora,
pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad
de la escritura. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer
cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues
escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué
es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza
en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un
oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin
fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno
quiere, y los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque
a veces nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores
muertos. La literatura, como diría una folclórica andaluza, es un peligro.
Y ahora que he vuelto, por fin,
sobre el número 11, que es el número de los que corren por la banda, y que he
mencionado el peligro, recuerdo aquella página del Quijote en donde se discute
sobre los méritos de la milicia y de la poesía, y supongo que en el fondo lo
que se está discutiendo es sobre el grado de peligro, que también es hablar
sobre la virtud que entraña la naturaleza de ambos oficios. Y Cervantes, que
fue soldado, hace ganar a la milicia, hace ganar al soldado ante el honroso
oficio de poeta, y si leemos bien esas páginas (algo que ahora, cuando escribo
este discurso, yo no hago, aunque desde la mesa donde escribo estoy viendo mis
dos ediciones del Quijote) percibiremos en ellas un fuerte aroma de melancolía,
porque Cervantes hace ganar a su propia juventud, al fantasma de su juventud
perdida, ante la realidad de su ejercicio de la prosa y de la poesía, hasta
entonces tan adverso. Y esto me viene a la cabeza porque en gran medida todo lo
que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los
que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado
el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la
militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era
nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del
mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era. De más
está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes
cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería, luchamos
por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo
de trabajos forzados, luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal
que hacía más de cincuenta años que estaba muerto, y algunos lo sabíamos, y
cómo no lo íbamos a saber si habíamos leído a Trotski o éramos trotskistas,
pero igual lo hicimos, porque fuimos estúpidos y generosos,como son los
jóvenes, que todo lo entregan y no piden nada a cambio, y ahora de esos jóvenes
ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia murieron en Argentina o en
Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que
no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador.
Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados. Y
es ése el resorte que mueve a Cervantes a elegir la milicia en descrédito de la
poesía. Sus compañeros también estaban muertos. O viejos y abandonados, en la
miseria y en la dejadez. Escoger era escoger la juventud y escoger a los derrotados
y escoger a los que ya nada tenían. Y eso hace Cervantes, escoge la juventud. Y
hasta en esta debilidad melancólica, en este hueco del alma, Cervantes es el
más lúcido, pues él sabe que los escritores no necesitan que nadie le ensalce
el oficio. Nos lo ensalzamos nosotros mismos. A menudo nuestra forma de
ensalzarlo es maldecir la mala hora en que decidimos ser escritores, pero por
regla general más bien aplaudimos y bailamos cuando estamos solos, pues éste es
un oficio solitario, y recitamos para nosotros mismos nuestras páginas y ésa es
la forma de ensalzarnos y no necesitamos que nadie nos diga lo que tenemos que
hacer y mucho menos que tras una encuesta nuestro oficio sea elegido el oficio
más honroso de todos los oficios. Cervantes, que no era disléxico pero al que
el ejercicio de la milicia dejó manco, sabía perfectamente bien lo que se
decía. La literatura es un oficio peligroso. Lo que nos lleva directamente a
Alfred Jarry, que tenía una pistola y le gustaba disparar, y al número 11, el
extremo izquierdo que mira de reojo, mientras pasa como una bala, la placa y la
casa donde vivió don Rómulo, que a estas alturas del discurso espero que ya no
esté tan enojado conmigo, ni se le vaya a aparecer en sueños a Domingo Miliani
para preguntarle por qué me dieron el premio que lleva su nombre, un premio
para mí importantísimo, soy el primer chileno que lo obtiene, un premio que
dobla el desafío, si eso fuera posible, si el desafío por su propia naturaleza,
en aras de su propia virtud, ya no estuviera previamente doblado o triplicado.
Un premio, según lo anterior, sería un acto gratuito y ahora que lo pienso,
pues es verdad, algo tiene de acto gratuito. Es un acto gratuito que no habla
de mi novela ni de sus méritos sino de la generosidad de un jurado. (Entre paréntesis:
hasta ayer no conocía a ninguno.) Esto que quede claro, pues como los veteranos
del Lepanto de Cervantes y como los veteranos de las guerras floridas de
Latinoamérica mi única riqueza es mi honra. Lo leo y no lo creo. Yo hablando de
honra. Puede que el espíritu de don Rómulo no se le aparezca en sueños a
Domingo Miliani sino a mí. Estas palabras están escritas ya en Caracas
(Venezuela) y una cosa está clara: don Rómulo no se me puede aparecer en sueños
por la simple razón de que no puedo dormir. Afuera cantan los grillos. Calculo,
a ojo de buen cubero, que serán unos diez mil o veinte mil. En el canto de uno
de esos grillos tal vez está la voz de don Rómulo, confundida, dichosamente
confundida, en la noche venezolana, en la noche americana, en la noche de todos
nosotros, los que duermen y los que no podemos dormir. Me siento como Pinocho.
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