viernes, 26 de abril de 2013

Memorias de África (Fragmento) - Isak Dinesen (Karen Blixen)


Kamante mostraba también su buena voluntad hacia mí fuera de la cocina. Quería ayudarme de acuerdo a sus ideas hablándome de las ventajas y los peligros de la vida.

Una noche, medianoche pasada, entró repentinamente en mi habitación con una lámpara en la mano, silenciosamente, como si estuviera de guardia. Debió ser poco después de que viniera a mi casa por primera vez, porque era muy pequeño; se puso junto a mi cama como un oscuro murciélago extraviado en la habitación, con sus grandes orejas desplegadas, o como un pequeño fuego fatuo africano, y con la lámpara en la mano.

-Msabu –dijo muy solemnemente-. Creo que debes levantarte.

Me senté en la cama desconcertada; pensé que si hubiera ocurrido algo serio sería Farah  quien vendría a avisarme. Pero cuando le dije a Kamante que se marchara, no se movió.

-Msabu –repitió-, creo que debes levantarte. Creo que viene Dios.

Cuando oí eso me levanté y le pregunté por qué lo pensaba. Me condujo al oeste, hacia las colinas. A través de las cristaleras de las ventanas vi un extraño fenómeno. Había un gran incendio en las praderas y en las colinas, y la hierba ardía desde la cima hasta la llanura; desde la casa era casi como una línea vertical. Parecía como si una figura gigantesca se moviera y viniera hacia nosotros. Permanecí un rato mirando con Kamante a mi lado, luego comencé a explicárselo. Mi intención era tranquilizarlo porque creí que había recibido un gran susto. Pero mi explicación no pareció hacerle mucha impresión, ni para bien ni para mal; se veía claramente que pensaba en que había cumplido con su deber al llamarme.

-Bueno –dijo-, puede que sea así. Pero pensé que era mejor que te levantaras en el caso de que viniera Dios.



En el principio


Ese día
el tiempo era el viento en los tobillos.
Las luces apagaban todos los incendios
y creíamos que Dios desde el cielo
estallaba la pólvora de colores,
Su secreta lluvia de fuego
Chamuscándonos el pelo.

Todos hemos sido víctimas de su fallecimiento,
tres días seguidos de lluvia,
mi vecina hace el amor y yo la oigo con atención,
la huella de su orgasmo se abre paso sobre la piedra
Lejos de este espacio todo lo que queda
Es el frío,
Los polos que se invierten
La boca que besa sola,
La herida que nunca se cura.

Tuve días fáciles, mañanas donde mis muertos
seguían cayendo eternamente en
Una fosa común
El cáncer comía sus estómagos y sus gargantas,
Los nudos se apretaban
Uno tras otro, todos, en una revuelta de la paz y el silencio.
He tenido tardes más felices
en las que los perros ladran
Y las ratas se ahogan
En el Ganges.

Ahora,
Besemos todas nuestras renuncias.

Todavía recuerdo mi nacimiento,
Aquel día mi padre metió
Una libélula azul en una caja transparente,
Entonces el tiempo era la libélula muriéndose,
Nosotros esperando,
La tierra cayendo en nuestro cajón,
Mi vecina teniendo un orgasmo,
el tiempo
era
mi herida sanando
después de años de libélulas muertas. 



jueves, 11 de abril de 2013

Ahora, amiga mía - José Angel Valente




Ahora, amiga mía
que una flor de papel preside el aire,
que el aire se deshace en dulces pétalos
de jadeante miel en tus rodillas,
ahora que no hablamos del otoño
ya nunca más
para no tropezar con tu mirada,
ahora que te adentras por la vida,
ligera, según dices,
desposeída al fin de prejuicios,
ideas recibidas, tiempo estéril,
incomprensibles normas y principios,
ay -ahora
que la virginidad navega todavía
como un barco vacío por oscuros telares,
por intactos desvanes y sueños sin sentido,
qué hacer en medio de la tarde,
cómo entregarse sin terror de pronto
y cómo confesar que detrás de tu lecho
odiosa la inocencia,
inservibles los claros pensamientos,
traicionan palabras aprendidas
en revistas de moda, tópicos de vanguardia,
digo, tópicos que tan libre te hacen,
aunque no de ti misma,
aunque no de tu vientre inopinado
donde súbito baja,
feroz y sofocante, el duro golpe
del corazón.

Qué tierna insensatez la de estar solos,
la del estremecimiento vergonzoso
ante la voz del hombre
Y el no estar a la altura de las propias palabras
con esfuerzo aprendidas,
pues ahora
bien sencillo sería el acto del amor
sin aquel eco
soez de sumergidas tradiciones
no expurgadas a tiempo,
ahora que la misma indiferencia
de las frases audaces y ante oídas
del loro varonil tan propicia parece,
si la conversación no fuera ya pretexto,
argumento de un miedo mal oculto
a no saber qué hacer en este trance.

Demasiado tarde vuelves
a recaer en frases y agudezas,
mientras escondes el temblor que sube,
absurdamente provinciano y burdo,
de niña de agua dulce,
desusada y antigua, hasta tus labios,
mientras repites al pic-up la misma
canción francesa que nos gusta tanto,
que nos hace sentir más al corriente,
casi no necios ni burgueses tristes.

Qué fácil fuera ahora desnudarse,
dejar caer el velo simplemente
sin el terror oscuro que te ata
a los núbiles senos,
qué fácil fuera acaso si no fuera
por la flor jadeante de papel amarillo
que preside la tarde,
por el desasosiego súbito que oprime
hasta el dolor tu tímida cintura
por la imposible confesión aciaga
de tu añeja inocencia,
por el urbano gesto
de loro aclimatado a otras regiones
con que el varón disfraza su animal procedencia,
por los pasos de alguien que se acerca,
por el timbre que suena
como un ángel guardián ( te ruboriza
sin poder evitarlo el pensamiento )
y la ocasión disuelve, mientras tú más segura
recuperas ingenio y frases hechas,
piensas que, al fin y al cabo, volverá a repetirse,
prefabricada como es, y entonces
no dudarás en entregarte,
entonces-
es decir, sin que llegue
el deseo a pasión ni la pasión a amor
ni el hálito terrible del amor
al abrasado borde de tu cuerpo.