viernes, 17 de julio de 2015

La vida de mi padre (Fragmento) - Raymond Carver





En Yakima un médico se encargo de que mi papá fuera a un psiquiatra. Mi madre y yo tuvimos que acudir a la asistencia pública, como entonces se decía, y el condado le pagaba al psiquiatra. El psiquiatra le preguntó a mi papá, “¿Quién es el presidente?”. Al fin una pregunta que podía contestar. “Ike”, dijo mi papá. Sin embargo lo llevaron al quinto piso del Valley Memorial Hospital y empezaron a tratarlo con electrochoques. Yo estaba ya casado y a punto de comenzar mi propia familia. Mi papá estaba todavía encerrado allí cuando mi esposa fue al mismo hospital, un piso más abajo, para tener nuestro primer niño. Después del parto subí a darle la noticia a mi papá. Me dejaron pasar por una puerta de acero y me mostraron dónde podía encontrarlo. Estaba entado en un diván con una manta sobre el regazo. Hola, pensé, ¿Qué diablos le pasa a mi papá? Me senté a su lado y le dije que era abuelo. Dejó pasar un minuto y luego dijo: “me siento como un abuelo.” Fue todo lo que dijo. No sonrió ni se movió. Estaba en un salón grande con un montón de gente. Luego lo abracé y empezó a llorar.

De alguna manera salió de allí. Pero entonces vinieron los años en que no pudo trabajar y se pasaba el tiempo en casa tratando de imaginar qué iba a ser de él y qué había hecho de malo para terminar así. Mi madre pasaba de un empleo miserable a otro. Mucho después comenzó a hablar del tiempo cuando él estuvo en el hospital y de los años siguientes como de la época cuando "Raymond estaba enfermo". La palabra enfermo no volvió a ser la misma para mí.

(…)

En esos años yo estaba tratando de levantar mi propia familia y de ganarme la vida. Pero, por una cosa o por otra, siempre nos estábamos mudando. No podía seguirle la pista a mi papá. Sin embargo, en una Nochebuena tuve la oportunidad de contarle que quería ser escritor. Lo mismo hubiera podido decirle que quería ser cirujano plástico. "¿De qué vas a escribir?", quería saber. Después, como para ayudarme, dijo: "Escribe sobre cosas que sepas. Escribe sobre esas excursiones a pescar que hacíamos." Dije que lo haría, pero sabía que no sería así. "Mándame lo que escribas", dijo. Dije que sí, pero después no lo hice. No estaba escribiendo nada sobre pescar, y no creo que le hubiera interesado particularmente, o incluso que hubiera entendido, lo que estaba escribiendo en esos días. Además, no era un lector. No el tipo de lector para el que me imaginaba estar escribiendo.

(…)

Después del servicio en la funeraria, cuando ya habíamos salido, una mujer a la que no conocía vino hacia mí y dijo: "Está más feliz donde se halla ahora". Me quedé mirándola hasta que se alejó. Todavía recuerdo el sombrerito que usaba. Luego unos de los primos de papá —no sabía su nombre— se me acercó y me tomó de la mano. "Todos los extrañamos", dijo y yo sabía que no lo había dicho por ser amable.


Empecé a llorar por primera vez desde que recibí la noticia. Antes no había podido. No había tenido tiempo, para empezar. Entonces, de pronto, no podía contenerme. Abracé a mi mujer y lloré mientras ella decía y hacía lo que podía para consolarme allí en medio de esa tarde de verano.