Sensini - Roberto Bolaño

Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía
en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez
mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después
me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los
seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado
el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin,
eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo
libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un
cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se Le moría su hijo o con un cuento en donde
el narrador se iba al campo porque en la ciudad se Le había muerto su hijo, no
quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien
yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era
claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos
de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y
superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y
al cuarto, quinto y sexto.
No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Comzar, Bioy, Sábato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera auguraron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos.
A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagadora de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería.
Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de Ugarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Ecija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía.
Recuerdo que pensé: qué extraña carta; recuerdo que releí algunas capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo -de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego- y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Estos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva.
En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Ecija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y Le escribí una carta.
Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos terminó enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos.
La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma); fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se haga en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato “Al amanecer”, relato que yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su titulo era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una lista con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues estos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era esa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenes vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, si la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria.
No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque si participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Ecija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Ecija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no solo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe.
Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treinta y cinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Sansa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre. Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, solo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor.
Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. EI título que seguía produciendo dinero era Ugarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija solo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medicina.
Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar
la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda.
Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en
donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente
de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. EI viejo sonreía
feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera
algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó
conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto.
En esta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los
labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un
tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con
seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de
desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era
entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor.
Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A
veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las levaba al
dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había
pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y
decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único
fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me
encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba
postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el
fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una
postal y se la envié.
La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo que escribí un poema muy
largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que
sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía
reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu
padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano,
Gregorio Sansa, en busca de los ojos de Gregorio Sansa que brillaban al fondo
de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos
oscuros del terror latinoamericano. La respuesta fue larga y cordial. Decía que
Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco
flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal
de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas
se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas.
En la carta se daba por entendido que no solo pasarían a verme sino que se
alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a
Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un
famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de
los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los
concursos.
Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas
y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si Le mando
esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del
mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases
de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le
estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que
ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos.
Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y el tenían mi casa a su
disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y
sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de
que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la
Renfe en realidad solo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y
otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al
viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices
que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me
daba las gracias por mi invitación, Sensini me informaba que por ahora no
podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso
de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y
me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la
carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la
impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un
recordatorio que se hacía a sí mismo. EI resto, como ya digo, era confuso. AI
terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien
de salud.
Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían
encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta
Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal
hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una
fosa común con más de cincuenta cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no
tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo
que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue
escueta. Le dije que lo sentía, aventuré la posibilidad de que tal vez el cadáver
de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio.
Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid
ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda
índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el
periódico que yo leía no lo reseñó.
A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblemente cuando
acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a
Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo
la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de
despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie Le
iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera.
Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había
más remedio que volver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero
Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la misma dirección que tenía, pero
no recibí respuesta.
Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vuelto para siempre
a la Argentina y que si no me escribía el desde allí ya podía dar por acabada
nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o
eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó
nunca. La vida en Buenos Aires, me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin
tiempo para nada, solo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la
dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que Le hicieran llegar la
carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia
del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a
Sensini, aunque cuando iba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía
tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo
conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías solo encontré
viejos ejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en
Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal
dirigida a Sensini, dirigida a mí.
Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la
noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no
recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo
que probablemente debo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte.
Esta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante
algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al
final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó.
No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció
lógico.
Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de
la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de
cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron
a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba
despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas
personas que conocía en Girona hubieran ido a mi casa a no ser que ocurriera
algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré a una mujer de pelo largo debajo
de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunque los años transcurridos
desde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella
estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda
Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban
de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no
tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi
casa. Les hice algo de cenar. EI tipo se llamaba Sebastián Cohen y también
había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a
preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la
conoces?, preguntó. Hasta hace un momento solo la había visto en foto, Le
contesté.
Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la
cama cuando quisieran. Yo también pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero
comprendí que aquello iba a resultar difícil, sino imposible, así que cuando
supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el
volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini.
Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía
quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. AI principio
hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no Le
pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que
pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según
Miranda, Sensini nunca se repuso de la muerte de Gregorio. Volvió para
buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté.
Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté cómo Le había ido en Argentina.
Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes.
Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una
botella de coñac de la cocina y Le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo
Miranda. Cuando la mire ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No,
miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda,
¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos
largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del
televisor. Dime una cosa, Le dije, ¿por qué Le puso tu padre Gregorio a
Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Sansa? Claro, dijo
Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos
los últimos meses de Sensini en Buenos Aires.
Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos
argentinos que lo trataban gratis y que incluso Le habían conseguido un par de
internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con Buenos
Aires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones
para averiguar el paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero
entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el
acceso Le fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par
de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y
durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada
semana Sensini Le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de
que Le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de
una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que
respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses,
su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio
clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el
gobierno no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y esta se
iba cada día retrasando un poco más. También se dedicó a buscar a una chica,
una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la
chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado.
Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada
día, en cualquier condición. Sí, Le dije, creo que así era. Después Le pregunté
si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se
sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te
conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que
tenía todas las direcciones de su padre, pero que solo en ese momento me había
reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y
dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me
miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de
importunarlo nada, Le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y
a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran
divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un
nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los
cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me
imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu
padre, yo solo Le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo
Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, Le pregunté. Unos
quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento solo uno, dije. Un
accésit en AIcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges Le escribió
una vez una carta, a Madrid, en donde Le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo
ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió
sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije
yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho
algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de
coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de
Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le Llené su vaso, me Llené
el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna.
De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón
misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las
cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se
moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener más
de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.
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