Estrella distante (Fragmento) - Roberto Bolaño
Al principio me molestó no recibir más cartas
de Bibiano pero luego, teniendo en cuenta que yo rara vez le contestaba, me
pareció normal y no le guardé rencor.
Años después supe una historia que me hubiera
gustado contarle a Bibiano, aunque por entonces ya no sabía a dónde escribirle.
Es la historia de Petra y de alguna manera es a Soto lo que la historia del
doble de Juan Stein es a nuestro Juan Stein. La historia de Petra la debería
contar como un cuento: Érase una vez un niño pobre de Chile... El niño se
llamaba Lorenzo, creo, no estoy seguro, y he olvidado su apellido, pero más de
uno lo recordará, y le gustaba jugar y subirse a los árboles y a los postes de
alta tensión. Un día se subió a uno de estos postes y recibió una descarga tan
fuerte que perdió los dos brazos. Se los tuvieron que amputar casi hasta la
altura de los hombros. Así que Lorenzo creció en Chile y sin brazos, lo que de
por sí hacía su situación bastante desventajosa, pero encima creció en el Chile
de Pinochet, lo que convertía cualquier situación desventajosa en desesperada,
pero esto no era todo, pues pronto descubrió que era homosexual, lo que
convertía la situación desesperada en inconcebible e inenarrable.
Con todos esos condicionantes no fue raro que
Lorenzo se hiciera artista. (¿Qué otra cosa podía ser?) Pero es difícil ser
artista en el Tercer Mundo si uno es pobre, no tiene brazos y encima es marica.
Así que Lorenzo se dedicó por un tiempo a hacer otras cosas. Estudiaba y
aprendía. Cantaba en las calles. Y se enamoraba, pues era un romántico
impenitente. Sus desilusiones (para no hablar de humillaciones, desprecios,
ninguneos) fueron terribles y un día —día marcado con piedra blanca- decidió
suicidarse. Una tarde de verano particularmente triste, cuando el sol se ocultaba
en el océano Pacífico, Lorenzo saltó al mar desde una roca usada exclusivamente
por suicidas (y que no falta en cada trozo de litoral chileno que se precie).
Se hundió como una piedra, con los ojos abiertos y vio el agua cada vez más
negra y las burbujas que salían de sus labios y luego, con un movimiento de
piernas involuntario, salió a flote. Las olas no le dejaron ver la playa, sólo
las rocas y a lo lejos los mástiles de unas embarcaciones de recreo o de pesca.
Después volvió a hundirse. Tampoco en esta ocasión cerró los ojos: movió la
cabeza con calma (calma de anestesiado) y buscó con la mirada algo, lo que
fuera, pero que fuera hermoso, para retenerlo en el instante final. Pero la
negrura velaba cualquier objeto que bajara con él hacia las profundidades y
nada vio. Su vida entonces, tal cual enseña la leyenda, desfiló por delante de
sus ojos como una película. Algunos trozos eran en blanco y negro y otros a
colores. El amor de su pobre madre, el orgullo de su pobre madre, las fatigas
de su pobre madre abrazándolo por la noche cuando todo en las poblaciones
pobres de Chile parece pender de un hilo (en blanco y negro), los temblores,
las noches en que se orinaba en la cama, los hospitales, las miradas, el
zoológico de las miradas (a colores), los amigos que comparten lo poco que
tienen, la música que nos consuela, la marihuana, la belleza revelada en sitios
inverosímiles (en blanco y negro), el amor perfecto y breve como un soneto de
Góngora, la certeza fatal (pero rabiosa dentro de la fatalidad) de que sólo se
vive una vez. Con repentino valor decidió que no iba a morir. Dice que dijo
ahora o nunca y volvió a la superficie. El ascenso le pareció interminable;
mantenerse a flote, casi insoportable, pero lo consiguió. Esa tarde aprendió a
nadar sin brazos, como una anguila o como una serpiente. Matarse, dijo, en esta
coyuntura sociopolítica, es absurdo y redundante. Mejor convertirse en poeta
secreto.
A partir de entonces comenzó a pintar (con la
boca y con los pies), comenzó a bailar, comenzó a escribir poemas y cartas de
amor, comenzó a tocar instrumentos y a componer canciones (una foto nos lo
muestra tocando el piano con los dedos de los pies; el artista mira a la cámara
y sonríe), comenzó a ahorrar dinero para
marcharse de Chile.
Le costó pero al final se pudo ir. La vida en
Europa, por supuesto, no fue mucho más fácil. Durante un tiempo, años tal vez
(aunque Lorenzo, más joven que yo y Bibiano y muchísimo más joven que Soto y
Stein, salió de Chile cuando el alud del exilio había remitido), se ganó la
vida como músico y bailarín callejero en ciudades de Holanda (que adoraba) y de
Alemania y de Italia. Vivía en pensiones, en los sectores de la ciudad donde
viven los emigrantes magrebíes o turcos o africanos, algunas temporadas felices
en casas de amantes a los que terminaba abandonando o viceversa, y después de
cada jornada de trabajo callejero, después de las copas en bares gay o de las sesiones
ininterrumpidas en las cinematecas, Lorenzo (o Lorenza, como también le gustaba
ser llamado) se encerraba en su cuarto y se dedicaba a pintar o a escribir.
Durante muchos períodos de su vida vivió solo. Algunos se referían a él como la
acróbata ermitaña. Los amigos le preguntaban cómo se limpiaba el culo después
de hacer caca, cómo pagaba en la tienda de fruta, cómo guardaba el dinero, cómo
cocinaba. Cómo, por Dios, podía vivir solo. Lorenzo contestaba a todas las preguntas
y la respuesta, casi siempre, era el ingenio. Con ingenio uno o una se las
apañaba para hacer de todo. Si Blaise Cendrars, por poner un ejemplo, con un
solo brazo le podía ganar boxeando al más pintado, cómo no iba a ser él capaz
de limpiarse —y muy bien- su culo después de cagar.
En Alemania, tierra curiosa pero que a menudo
producía escalofríos, se compró unas prótesis. Parecían brazos de verdad y le
gustaron más que nada por la sensación de ciencia-ficción, de robótica, de
sentirse ciborg que tenía cuando caminaba con las prótesis puestas. Visto desde
lejos, por ejemplo avanzando al encuentro de un amigo en un horizonte violeta,
parecía que tenía brazos de verdad. Pero se los quitaba cuando trabajaba en la
calle y a sus amantes, aquellos que no sabían que se trataba de prótesis, lo
primero que les decía era que carecía de brazos. A algunos, incluso, les
gustaba más así, sin brazos.
Poco antes de la magna Olimpiada de Barcelona,
un actor o una actriz catalana o un grupo de actores catalanes de viaje por
Alemania lo vieron actuar en la calle, tal vez en un teatro pequeño, y se lo
contaron al encargado de buscar a alguien que encarnara a Petra, el personaje
de Mariscal y mascota o tal vez más acertadamente emblema de las pruebas
paraolímpicas que se hicieron inmediatamente después. Dicen que cuando Mariscal
lo vio embutido en el traje de Petra, haciendo virguerías con las piernas como
un bailarín esquizofrénico del Bolshoi, dijo: es la Petra de mis sueños. (Dicen
que Mariscal es así de escueto.) Después, cuando hablaron, un Mariscal
fascinado le ofreció a Lorenzo su estudio para que se viniera a Barcelona a
pintar, a escribir, a lo que fuera. (Dicen que es así de generoso.) En
realidad, Lorenzo o Lorenza no necesitaba el estudio de Mariscal para ser más
feliz de lo que fue durante la celebración de los Juegos Paraolímpicos. Desde el
primer día se convirtió en el favorito de la prensa, las entrevistas le
llovían, parecía que Petra estaba eclipsando al mismísimo Coby. Por aquel
entonces yo estaba internado en el Hospital Valle Hebrón de Barcelona con el
hígado hecho polvo y me enteraba de sus triunfos, de sus chistes, de sus
anécdotas, leyendo dos o tres periódicos diariamente. A veces, leyendo sus
entrevistas, me daban ataques de risa. Otras veces me ponía a llorar. También
lo vi en la televisión. Hacía muy bien su papel.
Tres años después supe que había muerto de
sida. La persona que me lo dijo no sabía si en Alemania o en Sudamérica (no
sabía que era chileno).
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