Les Diables
Erase una vez yo en el
quinto grado, donde hacía calor todos los días, ya no quería ir más a la
escuela y me gustaban las películas de fin de semana, en esos días solo era
posible emplear la tarde de sábado caminando con papá o pasando canales hasta
encontrar la repetición muy seguida de Les
Diables en el canal de
cine sin propagandas, cada vez que aparecía la película yo me sentía bendita,
era incapaz de ir al baño, me aguantaba hasta el final y corría, no podía ir
a buscar la cobija de cuadros, aguantaba frio mientras los niños huían
del sanatorio, me rompía la cabeza contra un vidrio y sangraba con las ventanas
rotas, gritaba, decía groserías a los reos, le pedía a mamá que me trajera un
paquete de galletas de chocolate y esperaba no morir en la pubertad, esperaba
no perder la razón en la pubertad, esperaba no ser así tan feliz en la
inocencia de la desnudez, no ser así tan feliz desde los malos modales,
esperaba no gozar nunca con lo que mamá decía que estaba mal, esperaba no irme
a dormir cuando el aviso de
menores de catorce años en compañía de adultos responsables apareciera.
A los diez años me
gustaban las películas de fin de semana que mi padre calificaba como buenas, lo
hacía a veces sin decir una palabra, por ejemplo cuando papá repetía la
película más de tres veces era la señal; si él la veía con atención más de tres
veces la película merecía la pena, luego de saber eso varios días después
cuando la película volvía a aparecer en la pantalla de la televisión él trataba
de hacerme una reseña, pero no se podía, era imposible reseñar así en medio del
asombro primero, a mi padre le parecía increíble que Adèle Haenel padeciera autismo y no supiera
otra cosa que hacer casas con pedazos de baldosa y vidrio, a mi padre le
resultaba imposible que Adèle
Haenel hiciera su papel y no
fuera Adèle nunca
más si no Chloé. A veces
me levanto y trato de recordar cosas que me parecen lejanas y perdidas. Erase
una vez la historia del momento en el que uno recuerda otros sucesos anteriores
a la memoria que no nos ha quitado el Alzheimer.
Yo requiero del encanto
del recuerdo, para hacerlo patear piedras hoy, ¿quién soy yo sin mi recuerdo?,
sigo siendo yo. No es por la necesidad si no por el capricho de buscar en mí
aquello que nos ha lastimado a todos y otras cosas secretas y ahogadas en vasos
de leche, otras cosas irremediables que me ocurrieron solo a mí, como el lunar
nuevo que tengo hace un par de meses en la palma de la mano, o
el ángel que vi a los siete años y no me dejo nunca perder la fe, cosas
extrañas que no convergen con lo que yo creo que me ha lastimado, cosas
extrañas que no convergen con nada pero son culpables de todo. Es el capricho
de buscar en mí el castigo y el amor. Comprobar que todos escuchamos
alguna vez la gente loca que vendía leche de cabra por las calles, para
comprobar que todos quisimos desenterrar babosas de entre la tierra y ponerlas
en la silla de la profesora. Para convencerme de que todos tuvimos la misma
vergüenza de crecer. Para que nadie me diga nada pero yo sepa que a los diez
años ya nadie quería taparse los ojos cuando en la tele la gente hacia el amor,
que a los diez años pensar en besar a los compañeritos era muy divertido,
pero besarles en serio no tanto. Para saber si todos estuvimos tan
perturbados en nuestra inocencia, si todos los días fueron tan
febriles, si a todos nos advirtieron de los hombres terribles que regalaban dulces
y se robaban a los niños malos.
Para convencerme de que todos tuvimos la misma vergüenza de crecer.
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