Me arrincono en mí, los niños brincan afuera.
Te espero porque eres un lugar que se
mueve y yo quiero llegar ti, sentarme en alguna de tus bancas. Te espero porque
has dicho adiós a los prejuicios aunque hubiera sido de mentiritasysinpiedad, porque me besaste la espalda y me mordiste la
nuca, y eso ha sido esplendido y muy triste.
Mírame, mírame ahora (No te lo digo como
haciendo referencia a mi situación, si no para que literalmente agrandes los
ojos y te voltees a verme), con un café caliente frente a mí y sin poder bebérmelo
por andar tecleando y almacenándote, todo lo hago para que el recuerdo que me
queda sea justo como no era de verdad, debe verse correcto y amontonado, lo
hago con la endeble intención de convertirte en un lugar acogedor. Las tardes
son frías, sopla despacio el viento y escribo esto con una necesidad a la que
llamaremos lentitud, pronuncio cada letra, cada palabra a medida que lleno la
hoja en blanco en donde se aglomeran saltamontes y grillos ruidosos. Es miércoles
de velitas, la gente enciende su llamita propagadora de infancias contentas,
pero yo nunca encendí la velita, nunca encendí el fuego correcto ni supe el
lugar del temblor y la catarsis. Se considera una tentativa de suicidio comerse
un helado de chocolate enorme mientras se camina bajo la lluvia. Pero es que no
puedo agarrarme y tenderme una trampa para evitarme la vergüenza, no me da la
gana de hacer lo correcto, de comerme el helado cuando hace sol, acostarme
entre las cobijas mientras llueve, sentarme junto a la ventana para ver las
gotas, no me da la gana de esperar el tranvía que me lleva a ti, y no me
importa, al carajo, no quiero quedarme en la estación correcta.
Me descompongo. Agarré la mochila y me fui
de ti hace ya mucho tiempo, haciendo de mis motivos una lasciva conducta de
culpabilidad, soñándote, besando la foto de tus lugarcitos ocultos y viéndola hasta
dormirme. Allá vas. Eres una ciudad que deambula.
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