Quisiera estar muerto. He intentado
mantenerlo en secreto, pero se ha filtrado.
—Quisiera estar muerto —le dije de
buenas a primeras a la mujer que es ahora mi esposa, la primera mañana en que
nos despertamos juntos, con las sábanas todavía calientes, apestando a sexo.
— ¿Lo tengo que tomar como algo
personal? — me preguntó mientras se tapaba pudorosamente.
—No — dije, y me eché a llorar.
—Morirse no es tan fácil — dice ella.
Y tiene que saberlo, porque su
oficio son los desastres: es especialista en medicina de urgencias. Se pasa
todo el día en el trabajo, consiendo miembros, y luego viene a casa, a mí. Me
cuenta que a un hombre lo atropelló un tren, y que tuvieron que trasportar sus
piernas en bolsas de tela separadas. Que un niño pequeño se empapó en aceite
hirviendo que le provocó quemaduras profundas.
—Hola cariño, ya estoy en casa
—dice. Yo aguanto la respiración.
—Sé que estás aquí, tu maletín está
en el pasillo de la entrada. ¿Dónde andas? Espero para contestar.
—¿Cariño?
Estoy sentado a la mesa de la
cocina.
—Hoy es el día —le digo.
—¿Qué pasa hoy que sea diferente?
—me pregunta.
—Nada. Nada, no pasa nada diferente
hoy, ésa es, precisamente, la cuestión. Hoy me siento igual que ayer y que el
día anterior. Es insufrible. Es hoy —repito.
—Hoy no —me dice ella.
—Es el momento —digo.
—No es el momento.
—Ha llegado el momento.
—Ya ha pasado.
Quisiera no tener que vivir ni un
minuto más, quisiera estar en otro lugar, en un lugar nuevo, en un lugar que no
haya existido antes. La muerte es un lugar sin historia: la gente que ha estado
allí no ha vuelto luego para contar lo bien que se lo ha pasado, ni para
recomendarlo, ni para decir que la comida es maravillosa y que hay un hotel
increíble justo en la playa.
—Tú crees que la muerte es como Bali
—me dice mi mujer.
Llevamos casados casi dos años; ella
ya no me cree. Es como si hubiera dado a gritos falsas alarmas demasiadas
veces.
—¿Hiciste la compra?
Asiento. Estoy a cargo de los
artículos perecederos, de las cosas que hay que consumir inmediatamente. Todos
los días, cuando vuelvo a casa, hago la compra. Antes de casarme sólo compraba
una unidad de cada cosa: una botella de cerveza, una lata de sopa, un rollo de
papel higiénico; eso está bien un lunes si crees que no va a haber martes, pero
¿qué pasa un viernes por la noche cuando la tienda de la esquina está cerrada?
Mi mujer compra al por mayor, está
siempre almacenando, está preparada a perpetuidad.
—¿Te acordaste de la leche? —Compré
un litro.
—¿Por qué no compraste dos?
—Tienes suerte de que no haya comprado
sólo medio litro.
Somos personas precavidas, igual de
determinadas. El vínculo que nos une es el potencial de que las cosas salgan
mal, esa fascinación con las crisis, con el control. A ella le gusta prevenir,
reparar, y a mí regodearme, revolearme obsesivamente como un cerdo pervertido
ante las diversas posibilidades. Tenemos los armarios llenos de productos de
emergencia: comida ultracongelada, un generador de repuesto, su lata de gas
paralizante y la mía.
Abre una cerveza y ojea un catálogo
para especialistas en el manejo de emergencias. Así se relaja.
—¿Qué hay de las máscaras antigás?
¿Y si pasa algo, si sucede algo? Abro una cerveza, respiro hondo.
—Ya no aguanto más.
—Eres más fuerte de lo que crees.
Me he pasado noches tirado en el suelo junto al
tubo de escape de un coche, he dormido con una bolsa de plástico en la cabeza
ajustada al cuello con cinta adhesiva plateada. He revisado los cajones de la
cocina a las tres de la mañana pensando en cortarme con un cuchillo de
trinchar. Una vez, recién salido de la ducha, me dividí por la mitad haciéndome
una incisión desde el esternón hasta el pubis. En el espejo del baño observé lo
que goteaba, lo que escapaba de mí, con una satisfacción peculiar, similar al
perverso placer de hacer una abundante defecación. Llegué a la oficina manchado
por las marcas rojas de mis intentos.
—Parece que se ha cortado un poco
—me dijo mi secretaria, que me donó su gaseosa para limpiar la mancha—. Siempre
tiene accidentes cuando se afeita. Quizá se esté apurando demasiado.
Todo lo anterior no es más que un
calentamiento, una medida temporal, un remedio paliativo, pero quiero algo más:
el big bang. Si tuviera una pistola, la usaría una y otra vez, me dispararía un
millón de veces al día.
—¿Qué quieres de cena?
—Nada. No quiero comer más.
—¿Ni siquiera un filete? —pregunta
mi mujer —. Pensaba hacer unos buenos filetes, gruesos. Ayer me dijiste: ¿por
qué nunca comemos filetes? Así que saqué uno del ultracongelador esta mañana.
—No intentes hacerme cambiar.
—Bueno, pero yo me voy a comer el
filete. Avísame si cambias de opinión.
Tiene una frialdad, un desasimiento,
que me parecen aterradores, una falta de emoción que establece una distancia
entre nosotros, un abismo permanente e infranqueable: yo soy pura emoción, ella
pura razón.
No voy a cambiar de opinión. Esto no
es nuevo, no es algo que me diera por hacer tarde en la vida. He sido así desde
niño. Es la adicción más horrorosa posible: es lo opuesto a ser un vampiro y
vivir de la sangre de otros, es ser un «oripmav», es ser absorbido por la vida
en sentido contrario, es vivir el ciclo vital a la inversa, empezando por la
muerte y terminando en...
No hay forma de que pueda demostrar
la intensidad y lo extremoso de mis sentimientos, excepto volándome los sesos.
Clic. Pum. Zas. El dolor es agudo, atroz; siento que me arden las raíces del
cerebro de dolor.
—No puedes imaginarte lo que me
duele.
—Pues toma Tylenol.
—¿Quieres que haga una ensalada?
He estado casado anteriormente, ¿lo
había mencionado? Terminó mal: la semana pasada me encontré con mi ex mujer en
la calle y el color se nos fue de la cara a ambos; los recuerdos aún nos
debilitan.
—¿Qué tal estás? —le pregunté.
—Estoy mejor —me dijo—. Mucho mejor.
Sola.
Se alejó tranquilamente.
Vivir con alguien que se está
muriendo cada día crea mucha tensión. Es como estar perpetuamente en un asilo
para moribundos; la pena es demasiado extrema. Ésa es mi especialidad, llegar
hasta los límites, retar constantemente a la gente. Pero nadie lo aguanta: eso
es lo que me duele. Al final, se rajan, se van, y yo los culpo por ello.
Estoy cortando la lechuga.
—De la marca César —dice mi mujer, y
yo levanto la vista. Me pasa una lata de anchoas—. Pon lechuga romana.
—¿Qué tal el trabajo?
Las tragedias de otras personas son
un alivio.
—Interesante —dice mientras retira
la carne de la parrilla. Corta el filete, del que sale sangre.
—¿Qué te parece así?
—Perfecto.
Sonrío mientras rallo el parmesano.
—Esta tarde llegó un tipo. Se había
metido algo. Había querido quitarse la cara, literalmente: agarró un cuchillo y
se la rebanó.
—¿Y cómo lo curaste?
—Con mil puntos y adhesivo
quirúrgico. Otro había perdido la mano derecha. Afortunadamente, es zurdo.
Nos sentamos a la mesa de la cocina
y hablamos de miembros cercenados, de los delgados hilos de los ligamentos, del
delicado tejido de los nervios, de reimplantes, de la esperanza de recuperar un
dominio total de las facultades. De milagros.
—Te quiero —dice, y se inclina y me
besa en la frente.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Porque te quiero.
—No me quieres lo suficiente.
—Nada es suficiente —continúa ella—.
Y es verdad, es una verdad atroz.
Quiero decirle que tengo una
aventura. Quiero hacer que se vaya, probarle que no me quiere lo suficiente.
Quiero terminar con todo.
—Tengo una aventura— le digo.
—No, no es cierto.
—Sí que lo es. Me estoy follando a
Sally Baumgarten.
Se ríe.
—Y yo le estoy haciendo mamadas a
Tom.
—¿A mi amigo Tom?
—El mismo.
Podría ser, podría muy bien ser.
Pongo Cascade en el lavaplatos y le doy al botón de suciedad difícil.
—Me voy —le digo.
—¿Adonde vas?
—No lo sé.
—¿Cuándo vuelves?
—Nunca. No voy a volver.
—Entonces es que no te vas —dice ella.
—Te odio.
Me casé con ella antes de quererla.
De luna de miel nos fuimos a California. Ella quería ir a Disneylandia, a
Carmel, a Big Sur, conducir por la costa y divertirse. Yo ansiaba un terremoto,
un incendio forestal, un desprendimiento de tierra, un desastre.
En la habitación del hotel de Los
Ángeles tuve un ataque de pánico. Había una pared de vidrio, unos grandes
ventanales por los que se veía la ciudad. Era una noche sorprendentemente
clara. Las luces de las colinas parpadeaban, me hacían señas. Sin pensármelo
dos veces, corrí hacia el cristal. Ella se tiró sobre mí y me atajó. Se sentó
sobre mí, sujetándome. Aunque yo peso setenta kilos y ella sesenta y cuatro, es
más fuerte de lo que parece.
—Si vuelves a hacer eso, no te lo
voy a perdonar.
La intimidad, la insoportable
intimidad, es lo más mortificante cuando la gente conoce los hábitos de tus
entrañas, tu mezquindad, tu monstruosidad, e incluso cosas que ni siquiera tú
sabes de ti mismo.
Ella conoce todas esas cosas de mí y
no le parece que sean desmesuradas, demasiado raras, demasiado jodidas.
—Es por mi adiestramiento —explica—.
Mi turno no se acaba, simplemente, cuando sucede algo malo.
Tiene que ver con el amor. Tiene que
ver con recibir suficiente amor, con poseer suficiente amor, hasta que te
ahogas en él, pero ya es demasiado tarde. Estoy permanentemente desnutrido, no
hay suficiente amor en el mundo.
Hay peligro en esto, en escribir
esto, en decir esto. Me estoy arriesgando. Si me encuentran flotando bocabajo,
surgirán teorías, preguntas sin respuesta. ¿Quiso matarse? ¿Fue un accidente,
existen realmente los accidentes, perdona el destino? ¿Era esta carta un aviso,
algo real? Todo es sospechoso (a menos que se especifique lo contrario:
concédanme el beneficio de la duda si me pasa algo).
—¿Qué pasaría si lo dejaras? —me
pregunta.
La miro incrédulo.
—Si abandonaras esa idea. ¿No estás
cansado después de todos estos años, por qué no dejarlo?
—Querer morirme es para mí tan
natural como respirar.
¿Qué sería sin ello? No sé si
podría. Es como salir libre después de toda una vida en la cárcel, como Jack
Henry Abbot, puedo ir por ahí y apuñalar a alguien con un cuchillo. Pero ¿qué
pasaría si de verdad lo dejara, si me dijera: es un día maravilloso, tengo una
suerte increíble, soy uno de los pocos hombres afortunados que hay en el mundo?
¿Qué pasaría si lo admitiera, si admitiera que es mi mejor amiga, mi ligue
favorito, mi cura? ¿Y si le dijera que la quiero y ella me respondiera que
hemos terminado? ¿Y si eso es parte del juego, del baile? Entonces habría
perdido mi momento, sería un pedazo de mierda sin suerte, atrapado aquí para
siempre.
—¿Por qué lo aguantas? —le preguntó.
—Porque eso es algo ajeno a ti —me
dice—. Es parte de ti, pero es algo ajeno a ti. ¿Todavía piensas en matarte
algún día?
—Sí —le respondo.
Sí, claro, para probar que soy
independiente, para probar que todavía puedo.
—Te odio —le digo—. Te odio
muchísimo.
—Ya lo sé —dice.
No es que mi mujer no tenga sus
propias complicaciones. Guarda un bate de béisbol bajo su lado de la cama. Lo
descubrí por accidente cuando un día salió rodando. Es un Louisville Slugger.
Lo volví a poner en su sitio y nunca le he dicho que sé que está ahí. A veces
se despierta en mitad de la noche, se sienta muy tiesa y grita:
—¿Quién anda ahí? ¿Quién está en la
sala de espera?
Calla durante un momento y empieza
otra vez, irritada:
—¡No tengo todo el día! ¡El
siguiente! ¡Que pase el siguiente!
Hay noches en que mientras duerme
contemplo su cara, de un candor difuminado, sin tensión, sus delicadas pestañas
rubias, sus labios, suaves como los de un niño, y tengo ganas de golpearla.
Quiero destrozarle la cara. Me pregunto qué haría ella entonces.
—Un pensamiento es sólo un
pensamiento — me dice cuando la despierto.
Y luego me cuenta sus sueños.
—Yo era un hombre y estaba haciendo
el amor con otro hombre, y tú estabas ahí, llevabas una falda blanca, y
entonces llegó alguien que no tenía brazos, y yo me preguntaba, ¿cómo ha
abierto la puerta?
—Vamos a dormir un ratito más.
Estoy más cerca. La situación es
insostenible, tiene que pasar algo. He vivido así durante mucho tiempo, hay un
efecto acumulativo, un empeoramiento. Me da vergüenza haberlo dejado pasar
durante tanto tiempo.
Sé cómo lo voy a hacer. Me voy a
colgar. Aquí mismo, en casa. Lo sé desde que la compramos. Cuando el vendedor
de la inmobiliaria hablaba y hablaba sobre la buena situación de la casa, sobre
el jardín y el colegio, yo pensaba en el interior, en los travesaños expuestos,
en las vigas. En el último paseo del sentenciado a muerte hasta lo alto del
patíbulo.
Recogemos. Yo limpio la mesa con una
esponja.
—¿Qué tienes en la bolsa? —me
pregunta señalando un paquete que hay sobre el mármol de la cocina.
—Soga.
Me detuve de camino a casa. Hice un
recado.
—Vamos al cine —dice mientras ata la
basura. Me pasa la bolsa—. Sácala —me dice, enviándome a las tinieblas de la
noche.
El jardín está inundado de luz, hay
luces extra, como reflectores, luces tan potentes que cuando los mapaches
cruzan para ir hacia la basura se tienen que tapar los ojos con las zarpas para
protegérselos.
Siento que me observa por la ventana
de la cocina.
Vamos a ver The Armageddon Complex, una película de desastres en la que hay una
tromba marina, un tornado y un incendio, y se habla del calentamiento del
planeta. Uno de los efectos especiales es que la temperatura del cine sube de
doce a treinta y dos grados durante la proyección: Te congelas, te cueces, desearías haberlo planeado con antelación.
Las palomitas están demasiado
saladas. Antes de que llegue la tromba marina ya estoy muerto de sed.
—Voy por agua —susurro, por delante
de ella camino del pasillo.
Ella tira de mí y me hace volver a
mi asiento.
—No te vayas.
En los momentos clave se tapa los
ojos con una mano y espera hasta que yo le aprieto la otra para indicarle que
ya ha pasado todo.
Vamos en el coche hacia casa. Ella
conduce. La noche es oscura. Viajamos a través de las profundidades de las
tinieblas siguiendo la estrecha línea amarilla, el camino que nos llevará a
casa. Se oye el ruido del motor, y se nota la constancia de su pie en el
acelerador.
—Tenemos que hablar —le digo.
—Hablamos constantemente. Nunca
dejamos de hablar.
—Hay algo que tengo que... —digo sin
terminar el pensamiento.
Un ciervo cruza la carretera. Mi
mujer gira bruscamente. El coche se va colina abajo, los árboles pasan volando
a nuestro lado, estamos dando vueltas, estamos bocabajo, el airbag de mi lado
me da en la cara, me golpea en la nariz. El del volante se abre contra el pecho
de mi mujer. Estamos en una zanja con globos que nos aprietan el rostro, que
nos sofocan.
—¿Estás herido? —me pregunta.
—Estoy bien —le digo—. ¿Tú estás
bien?
—¿Lo atropellamos?
—No, creo que escapó.
Las puertas se abren.
—Lo siento, lo siento mucho —se
disculpa —. No lo vi venir.
Los airbags se desinflan lentamente,
pierden presión.
—Quiero vivir —le digo—. Pero no sé
cómo.
Cuento tomado de "Cosas que debes saber" - A.M Homes.