martes, 23 de enero de 2024

Inventar El Hueso (tres poemas) - Olalla Castro

Mujer Ángel, Desierto de Sonora, México - Graciela Iturbide




VESTIR ESTE CUERPO QUE NO EXISTE

 
Si en el poema digo yo,
hay quien cree que he mordido el anzuelo.
Que olí la miel
y acabé con las patas pegajosas,
en el fondo del tarro.
Que a lo largo del corredor 
hay ventanas abiertas
y he venido hasta aquí para asomarme.
 
Nadie señala el cerco que levanto,
lo lejos que consigo
quedarme de las cosas.
Nadie quiere decir que decir yo
es vestir este cuerpo que no existe:
excavar una zanja
desde la que poder, al tiempo,
huir y dispararme.


***



ESTOS DEDOS QUE BAILAN
 
Nosotras,
en el patio de atrás
de una casa muy grande,
oreando el rencor con las brazos en alto
y el dolor de los siglos en los hombros.
Nosotras,
estirando este rencor tan blanco,
dejando
que todo el sol del mundo lo atraviese.
Nosotras,
vigilando el fuego de otros,
cocinando los huesos de otros
para hacer esta sopa
que a otros servirá de alimento.
 
¿Y qué tenemos nuestro,
más allá de estos dedos
que bailan alrededor
del cuello de las bestias,
de estos dedos que matan
con un movimiento rápido, preciso,
y cocinan lo muerto
para dar de comer a una estirpe maldita?
 
Nosotras
y el rencor que se extiende
en los patios traseros de las casas.
Nosotras:
¿para cuándo otras manos,
otra historia, otra estirpe?



***


LO QUE SE ESCURRE ES EL POEMA
 
Escribo
como quien se sacude una mosca.
Como si la piel no guardase
el recuerdo de la astilla
y todo se acabara al extraerla.
Como si bajo las uñas
no quedara este surco pequeño
y el dolor no tuviera siempre un eco.
 
Todo lo que se escurre,
húmedo como la boca
del pez en el anzuelo,
es el poema.
Esto que, justo cuando está
a punto de morir,
colea con más rabia.




miércoles, 3 de abril de 2019

Mantengan la calma por favor - A.M. Homes




Quisiera estar muerto. He intentado mantenerlo en secreto, pero se ha filtrado.
—Quisiera estar muerto —le dije de buenas a primeras a la mujer que es ahora mi esposa, la primera mañana en que nos despertamos juntos, con las sábanas todavía calientes, apestando a sexo.
— ¿Lo tengo que tomar como algo personal? — me preguntó mientras se tapaba pudorosamente.
—No — dije, y me eché a llorar.
—Morirse no es tan fácil — dice ella.
Y tiene que saberlo, porque su oficio son los desastres: es especialista en medicina de urgencias. Se pasa todo el día en el trabajo, consiendo miembros, y luego viene a casa, a mí. Me cuenta que a un hombre lo atropelló un tren, y que tuvieron que trasportar sus piernas en bolsas de tela separadas. Que un niño pequeño se empapó en aceite hirviendo que le provocó quemaduras profundas.
—Hola cariño, ya estoy en casa —dice. Yo aguanto la respiración.
—Sé que estás aquí, tu maletín está en el pasillo de la entrada. ¿Dónde andas? Espero para contestar.
 —¿Cariño?
Estoy sentado a la mesa de la cocina.
—Hoy es el día —le digo.
—¿Qué pasa hoy que sea diferente? —me pregunta.
—Nada. Nada, no pasa nada diferente hoy, ésa es, precisamente, la cuestión. Hoy me siento igual que ayer y que el día anterior. Es insufrible. Es hoy —repito.
—Hoy no —me dice ella.
—Es el momento —digo.
—No es el momento.
—Ha llegado el momento.
—Ya ha pasado.
Quisiera no tener que vivir ni un minuto más, quisiera estar en otro lugar, en un lugar nuevo, en un lugar que no haya existido antes. La muerte es un lugar sin historia: la gente que ha estado allí no ha vuelto luego para contar lo bien que se lo ha pasado, ni para recomendarlo, ni para decir que la comida es maravillosa y que hay un hotel increíble justo en la playa.
—Tú crees que la muerte es como Bali —me dice mi mujer.
Llevamos casados casi dos años; ella ya no me cree. Es como si hubiera dado a gritos falsas alarmas demasiadas veces.
—¿Hiciste la compra?
Asiento. Estoy a cargo de los artículos perecederos, de las cosas que hay que consumir inmediatamente. Todos los días, cuando vuelvo a casa, hago la compra. Antes de casarme sólo compraba una unidad de cada cosa: una botella de cerveza, una lata de sopa, un rollo de papel higiénico; eso está bien un lunes si crees que no va a haber martes, pero ¿qué pasa un viernes por la noche cuando la tienda de la esquina está cerrada?
Mi mujer compra al por mayor, está siempre almacenando, está preparada a perpetuidad.
—¿Te acordaste de la leche? —Compré un litro.
—¿Por qué no compraste dos?
—Tienes suerte de que no haya comprado sólo medio litro.
Somos personas precavidas, igual de determinadas. El vínculo que nos une es el potencial de que las cosas salgan mal, esa fascinación con las crisis, con el control. A ella le gusta prevenir, reparar, y a mí regodearme, revolearme obsesivamente como un cerdo pervertido ante las diversas posibilidades. Tenemos los armarios llenos de productos de emergencia: comida ultracongelada, un generador de repuesto, su lata de gas paralizante y la mía.
Abre una cerveza y ojea un catálogo para especialistas en el manejo de emergencias. Así se relaja.
—¿Qué hay de las máscaras antigás? ¿Y si pasa algo, si sucede algo? Abro una cerveza, respiro hondo.
—Ya no aguanto más.
—Eres más fuerte de lo que crees.
 Me he pasado noches tirado en el suelo junto al tubo de escape de un coche, he dormido con una bolsa de plástico en la cabeza ajustada al cuello con cinta adhesiva plateada. He revisado los cajones de la cocina a las tres de la mañana pensando en cortarme con un cuchillo de trinchar. Una vez, recién salido de la ducha, me dividí por la mitad haciéndome una incisión desde el esternón hasta el pubis. En el espejo del baño observé lo que goteaba, lo que escapaba de mí, con una satisfacción peculiar, similar al perverso placer de hacer una abundante defecación. Llegué a la oficina manchado por las marcas rojas de mis intentos.
—Parece que se ha cortado un poco —me dijo mi secretaria, que me donó su gaseosa para limpiar la mancha—. Siempre tiene accidentes cuando se afeita. Quizá se esté apurando demasiado.
Todo lo anterior no es más que un calentamiento, una medida temporal, un remedio paliativo, pero quiero algo más: el big bang. Si tuviera una pistola, la usaría una y otra vez, me dispararía un millón de veces al día.
—¿Qué quieres de cena?
 —Nada. No quiero comer más.
—¿Ni siquiera un filete? —pregunta mi mujer —. Pensaba hacer unos buenos filetes, gruesos. Ayer me dijiste: ¿por qué nunca comemos filetes? Así que saqué uno del ultracongelador esta mañana.
—No intentes hacerme cambiar.
—Bueno, pero yo me voy a comer el filete. Avísame si cambias de opinión.
Tiene una frialdad, un desasimiento, que me parecen aterradores, una falta de emoción que establece una distancia entre nosotros, un abismo permanente e infranqueable: yo soy pura emoción, ella pura razón.
No voy a cambiar de opinión. Esto no es nuevo, no es algo que me diera por hacer tarde en la vida. He sido así desde niño. Es la adicción más horrorosa posible: es lo opuesto a ser un vampiro y vivir de la sangre de otros, es ser un «oripmav», es ser absorbido por la vida en sentido contrario, es vivir el ciclo vital a la inversa, empezando por la muerte y terminando en...
No hay forma de que pueda demostrar la intensidad y lo extremoso de mis sentimientos, excepto volándome los sesos. Clic. Pum. Zas. El dolor es agudo, atroz; siento que me arden las raíces del cerebro de dolor.
—No puedes imaginarte lo que me duele.
—Pues toma Tylenol.
—¿Quieres que haga una ensalada?
He estado casado anteriormente, ¿lo había mencionado? Terminó mal: la semana pasada me encontré con mi ex mujer en la calle y el color se nos fue de la cara a ambos; los recuerdos aún nos debilitan.
—¿Qué tal estás? —le pregunté.
—Estoy mejor —me dijo—. Mucho mejor. Sola.
Se alejó tranquilamente.
Vivir con alguien que se está muriendo cada día crea mucha tensión. Es como estar perpetuamente en un asilo para moribundos; la pena es demasiado extrema. Ésa es mi especialidad, llegar hasta los límites, retar constantemente a la gente. Pero nadie lo aguanta: eso es lo que me duele. Al final, se rajan, se van, y yo los culpo por ello.
Estoy cortando la lechuga.
—De la marca César —dice mi mujer, y yo levanto la vista. Me pasa una lata de anchoas—. Pon lechuga romana.
—¿Qué tal el trabajo?
Las tragedias de otras personas son un alivio.
—Interesante —dice mientras retira la carne de la parrilla. Corta el filete, del que sale sangre.
—¿Qué te parece así?
—Perfecto.
Sonrío mientras rallo el parmesano.
—Esta tarde llegó un tipo. Se había metido algo. Había querido quitarse la cara, literalmente: agarró un cuchillo y se la rebanó.
—¿Y cómo lo curaste?
—Con mil puntos y adhesivo quirúrgico. Otro había perdido la mano derecha. Afortunadamente, es zurdo.
Nos sentamos a la mesa de la cocina y hablamos de miembros cercenados, de los delgados hilos de los ligamentos, del delicado tejido de los nervios, de reimplantes, de la esperanza de recuperar un dominio total de las facultades. De milagros.
—Te quiero —dice, y se inclina y me besa en la frente.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Porque te quiero.
—No me quieres lo suficiente.
—Nada es suficiente —continúa ella—. Y es verdad, es una verdad atroz.
Quiero decirle que tengo una aventura. Quiero hacer que se vaya, probarle que no me quiere lo suficiente. Quiero terminar con todo.
—Tengo una aventura— le digo.
—No, no es cierto.
—Sí que lo es. Me estoy follando a Sally Baumgarten.
Se ríe.
—Y yo le estoy haciendo mamadas a Tom.
—¿A mi amigo Tom?
—El mismo.
Podría ser, podría muy bien ser. Pongo Cascade en el lavaplatos y le doy al botón de suciedad difícil.
—Me voy —le digo.
—¿Adonde vas?
—No lo sé.
—¿Cuándo vuelves?
—Nunca. No voy a volver.
 —Entonces es que no te vas —dice ella.
—Te odio.
Me casé con ella antes de quererla. De luna de miel nos fuimos a California. Ella quería ir a Disneylandia, a Carmel, a Big Sur, conducir por la costa y divertirse. Yo ansiaba un terremoto, un incendio forestal, un desprendimiento de tierra, un desastre.
En la habitación del hotel de Los Ángeles tuve un ataque de pánico. Había una pared de vidrio, unos grandes ventanales por los que se veía la ciudad. Era una noche sorprendentemente clara. Las luces de las colinas parpadeaban, me hacían señas. Sin pensármelo dos veces, corrí hacia el cristal. Ella se tiró sobre mí y me atajó. Se sentó sobre mí, sujetándome. Aunque yo peso setenta kilos y ella sesenta y cuatro, es más fuerte de lo que parece.
—Si vuelves a hacer eso, no te lo voy a perdonar.
La intimidad, la insoportable intimidad, es lo más mortificante cuando la gente conoce los hábitos de tus entrañas, tu mezquindad, tu monstruosidad, e incluso cosas que ni siquiera tú sabes de ti mismo.
Ella conoce todas esas cosas de mí y no le parece que sean desmesuradas, demasiado raras, demasiado jodidas.
—Es por mi adiestramiento —explica—. Mi turno no se acaba, simplemente, cuando sucede algo malo.
Tiene que ver con el amor. Tiene que ver con recibir suficiente amor, con poseer suficiente amor, hasta que te ahogas en él, pero ya es demasiado tarde. Estoy permanentemente desnutrido, no hay suficiente amor en el mundo.
Hay peligro en esto, en escribir esto, en decir esto. Me estoy arriesgando. Si me encuentran flotando bocabajo, surgirán teorías, preguntas sin respuesta. ¿Quiso matarse? ¿Fue un accidente, existen realmente los accidentes, perdona el destino? ¿Era esta carta un aviso, algo real? Todo es sospechoso (a menos que se especifique lo contrario: concédanme el beneficio de la duda si me pasa algo).
—¿Qué pasaría si lo dejaras? —me pregunta.
La miro incrédulo.
—Si abandonaras esa idea. ¿No estás cansado después de todos estos años, por qué no dejarlo?
—Querer morirme es para mí tan natural como respirar.
¿Qué sería sin ello? No sé si podría. Es como salir libre después de toda una vida en la cárcel, como Jack Henry Abbot, puedo ir por ahí y apuñalar a alguien con un cuchillo. Pero ¿qué pasaría si de verdad lo dejara, si me dijera: es un día maravilloso, tengo una suerte increíble, soy uno de los pocos hombres afortunados que hay en el mundo? ¿Qué pasaría si lo admitiera, si admitiera que es mi mejor amiga, mi ligue favorito, mi cura? ¿Y si le dijera que la quiero y ella me respondiera que hemos terminado? ¿Y si eso es parte del juego, del baile? Entonces habría perdido mi momento, sería un pedazo de mierda sin suerte, atrapado aquí para siempre.
—¿Por qué lo aguantas? —le preguntó.
—Porque eso es algo ajeno a ti —me dice—. Es parte de ti, pero es algo ajeno a ti. ¿Todavía piensas en matarte algún día?
—Sí —le respondo.
Sí, claro, para probar que soy independiente, para probar que todavía puedo.
—Te odio —le digo—. Te odio muchísimo.
—Ya lo sé —dice.
No es que mi mujer no tenga sus propias complicaciones. Guarda un bate de béisbol bajo su lado de la cama. Lo descubrí por accidente cuando un día salió rodando. Es un Louisville Slugger. Lo volví a poner en su sitio y nunca le he dicho que sé que está ahí. A veces se despierta en mitad de la noche, se sienta muy tiesa y grita:
—¿Quién anda ahí? ¿Quién está en la sala de espera?
Calla durante un momento y empieza otra vez, irritada:
—¡No tengo todo el día! ¡El siguiente! ¡Que pase el siguiente!
Hay noches en que mientras duerme contemplo su cara, de un candor difuminado, sin tensión, sus delicadas pestañas rubias, sus labios, suaves como los de un niño, y tengo ganas de golpearla. Quiero destrozarle la cara. Me pregunto qué haría ella entonces.
—Un pensamiento es sólo un pensamiento — me dice cuando la despierto.
Y luego me cuenta sus sueños.
—Yo era un hombre y estaba haciendo el amor con otro hombre, y tú estabas ahí, llevabas una falda blanca, y entonces llegó alguien que no tenía brazos, y yo me preguntaba, ¿cómo ha abierto la puerta?
—Vamos a dormir un ratito más.
Estoy más cerca. La situación es insostenible, tiene que pasar algo. He vivido así durante mucho tiempo, hay un efecto acumulativo, un empeoramiento. Me da vergüenza haberlo dejado pasar durante tanto tiempo.
Sé cómo lo voy a hacer. Me voy a colgar. Aquí mismo, en casa. Lo sé desde que la compramos. Cuando el vendedor de la inmobiliaria hablaba y hablaba sobre la buena situación de la casa, sobre el jardín y el colegio, yo pensaba en el interior, en los travesaños expuestos, en las vigas. En el último paseo del sentenciado a muerte hasta lo alto del patíbulo.
Recogemos. Yo limpio la mesa con una esponja.
—¿Qué tienes en la bolsa? —me pregunta señalando un paquete que hay sobre el mármol de la cocina.
—Soga.
Me detuve de camino a casa. Hice un recado.
—Vamos al cine —dice mientras ata la basura. Me pasa la bolsa—. Sácala —me dice, enviándome a las tinieblas de la noche.
El jardín está inundado de luz, hay luces extra, como reflectores, luces tan potentes que cuando los mapaches cruzan para ir hacia la basura se tienen que tapar los ojos con las zarpas para protegérselos.
Siento que me observa por la ventana de la cocina.
Vamos a ver The Armageddon Complex, una película de desastres en la que hay una tromba marina, un tornado y un incendio, y se habla del calentamiento del planeta. Uno de los efectos especiales es que la temperatura del cine sube de doce a treinta y dos grados durante la proyección: Te congelas, te cueces, desearías haberlo planeado con antelación.
Las palomitas están demasiado saladas. Antes de que llegue la tromba marina ya estoy muerto de sed.
—Voy por agua —susurro, por delante de ella camino del pasillo.
Ella tira de mí y me hace volver a mi asiento.
—No te vayas.
En los momentos clave se tapa los ojos con una mano y espera hasta que yo le aprieto la otra para indicarle que ya ha pasado todo.
Vamos en el coche hacia casa. Ella conduce. La noche es oscura. Viajamos a través de las profundidades de las tinieblas siguiendo la estrecha línea amarilla, el camino que nos llevará a casa. Se oye el ruido del motor, y se nota la constancia de su pie en el acelerador.
—Tenemos que hablar —le digo.
—Hablamos constantemente. Nunca dejamos de hablar.
—Hay algo que tengo que... —digo sin terminar el pensamiento.
Un ciervo cruza la carretera. Mi mujer gira bruscamente. El coche se va colina abajo, los árboles pasan volando a nuestro lado, estamos dando vueltas, estamos bocabajo, el airbag de mi lado me da en la cara, me golpea en la nariz. El del volante se abre contra el pecho de mi mujer. Estamos en una zanja con globos que nos aprietan el rostro, que nos sofocan.
—¿Estás herido? —me pregunta.
—Estoy bien —le digo—. ¿Tú estás bien?
—¿Lo atropellamos?
—No, creo que escapó.
Las puertas se abren.
—Lo siento, lo siento mucho —se disculpa —. No lo vi venir.
Los airbags se desinflan lentamente, pierden presión.
—Quiero vivir —le digo—. Pero no sé cómo.






Cuento tomado de "Cosas que debes saber" - A.M Homes.

sábado, 18 de agosto de 2018

Arbitraria - Leila Guerriero




¿Claves para escribir? Reacia a dar consejos, la autora hace una excepción y se arriesga a soltar esta caprichosa lista

No tienen por qué saberlo: soy periodista y, a veces, otros periodistas me llaman para conversar. Y , a veces, me preguntan si podría dar algún consejo para colegas que recién empiezan. Y yo, cada vez, me siento tentada de citar la primera frase de un relato de la escritora estadounidense Lorrie Moore, llamado “Cómo convertirse en escritora”, incluido en su libro Autoayuda: “Primero, trata de ser algo, cualquier cosa pero otra cosa. Estrella de cine/astronauta. Estrella de cine/misionera. Estrella de cine/maestra jardinera.

Presidente del mundo. Es mejor si fracasas cuando eres joven –digamos, a los catorce–”. Pero no lo hago porque no es eso lo que verdaderamente pienso y porque, en el fondo, dar consejos es oficio de soberbios. Entonces, cuando me preguntan, digo no, ninguno, nada.

Pero hoy  es abril y  ha sido  un buen día. Hice una entrevista  con una mujer a quien voy  a volver a ver en dos semanas y varios llamados telefónicos que dieron buenos resultados. Compré frutas, conseguí un estupendo curry en polvo. Hay  nardos en los floreros de la  cocina. Corrí al atardecer. Me siento leve, un poco feroz, arbitraria. De modo que si hoy me preguntaran, les diría: corran. Les diría: sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten.

Escuchen a Pearl Jam, a Bach, a Calexico. Canten a gritos canciones que no cantarían en público: Shakira, Julieta Venegas, Raphael. Vayan a las iglesias en las que se casan otros, sumérjanse en avemarías que no  les interesan: expóngase a chorros de emoción ajena.

Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de té o un vaso de agua, sientan la incomodidad atragantada del silencio. Y respeten.

Sean curiosos: miren donde nadie mira, hurguen donde nadie ve. No permitan que la miseria del mundo les llene el corazón de ñoñería y de piedad.

Sepan cómo limpiar su propia mugre, hacer un hoyo en la tierra, trabajar con las manos, construir alguna cosa. Sean simples pero no se pretendan inocentes. Conserven un lugar al que puedan llamar “casa”.

Tengan paciencia porque todo está ahí: solo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no estar cansados, a no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en los que no sucede nada.

Maten alguna cosa viva: sean responsables de la muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca.

Pierdan algo que les importe. Ejercítense en el arte de perder. Sepan quién es Elizabeth Bishop. Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan.

Tengan una enfermedad. Repónganse. Sobrevivan.

Quédense hasta el final en los velorios. Tomen una foto del muerto. Tengan memoria, conserven los objetos.

Resístanse al deseo de olvidar.

Cuando pregunten, cuando entrevisten, cuando escriban: prodíguense. Después, desaparezcan.
Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer, y háganlos bien. Escriban sobre lo que les interesa, escriban sobre lo que ignoran, escriban sobre lo que jamás escribirían. No se quejen.
Contemplen la música de las estrellas y de los carteles de neón.

Conozcan esta línea de Marosa di Giorgio, uruguaya: “Los jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y con lágrimas”.

Vivan en una ciudad enorme. No se lastimen.

Tengan algo para decir. 
Tengan algo para decir.
Tengan algo para decir.



Tomado de: Revista El Malpensante (18/02/13)

jueves, 16 de agosto de 2018

EN EL MINUTO TREINTA Y SEIS DE ESTA ETAPA VAMOS A DEJAR CLARAS ALGUNAS VERDADES QUE NO TIENEN MAYOR IMPORTANCIA - Sico Pérez


Henri Cartier-Bresson


Comer carne contribuye más al cambio climático que esnifar cocaína.
Dios está en tu corazón, esa es la única verdad del cristianismo.
La ropa que compras es confeccionada por niñas esclavizadas en Bangladesh.
El amor es un anagrama, es un palíndromo y es la cosa más bonita que puedes experimentar cuando es verdadero.
La conquista de América fue en realidad un genocidio, aquellos hombres y mujeres que murieron apilados en aquellas selvas no eran salvajes. Lo salvaje es el monocultivo de palma.
Nos gobiernan con el miedo y con un exceso de estímulos e información. Desconéctate.
En este punto de la ecuación ya ni siquiera se puede hablar de consumo responsable. Somos fábricas de basura ambulante.
El patriarcado no es un cuento chino inventado por gordas feas malfolladas. El capitalismo no es El Fin de la Historia.
La masturbación es necesaria y ecológica.
Fortalecer la empatía hace que el mundo en el que vivimos sea más vivible. Es sencillo, ponte por un minuto en los zapatos de los demás. Es un ejercicio rápido, no te cobran por eso y es probable que te enriquezcas con otras perspectivas. Comerás panorama.
Las inyecciones de Eritropoyetina son comúnmente usadas por ciclistas para doparse. Me he chutado Eritropoyetina.
La Eritropoyetina es la poesía sanguínea, el ballet de la estimulación y el aguante. La Eritropoyetina es la sinfonía de seis mil niños en una maquila de Bangladesh, el grito de todas las lunas amarillas perdidas, un banco de corales en el sueño de un monje budista, una obra de teatro en un socavón para sacar carbón en un pueblo andino, las estadísticas estatales que muestran los muertos de las guerras de cárteles.
Eritropoyetina es el título del libro con el que Raúl Zurita ganó el premio nacional de poesía en Chile.
Estas no son verdades pero sí son afirmaciones importantes como que la pizza con piña no está tan mal.
Esto no es un poema porque, recalco, estas no son verdades y la poesía no es otra cosa que La Verdad. Lo Bello, Lo Sagrado, La Virtud.

Poesía, poesía eres tú.





miércoles, 15 de agosto de 2018

La Balada de los Relámpagos Inacabables - Jorge Pimentel



Lo que verdaderamente es notable en ti no lo será para otros
y si es sincera tu palabra complementa el panorama con tus versos,
muéstrate alegre y que tu finalidad prime en los cien cielos
que detrás de ti alguien aguarda con los brazos extendidos.
Y estrena aquellas cualidades que te broten espontáneamente
somételas a un riguroso entrenamiento, que se complementen
que vivan en ti porque ellas -las cualidades- te sacarán de mil y un apuros.
Y lo profundo lo encontrarás a tu costado por donde vayas solitario
serpenteando ciudades, amando, luchando
abrazado a tu piel.
Y déjate crecer el pelo, no permitas que nadie te estropee el día.
Y a veces uno no mide las consecuencias
y podrás verte envuelto en un sin número de problemas
los que tú sólo podrás resolver para lo cual te imploro
serenidad calma lucidez.
Y si hay algo digno en ti pon las manos en el fuego por lo que creas,
no te dejes llevar sin un ritmo, que siempre haya un ritmo, es lo básico.
Y pide la música, la música que hable del amor
la música atronadora que haga vibrar a la gente y verás como la alegría
de una mujer se delata en los ojos cuando el día brilla
y tú te sentirás poseído por esas cosas bellas.
Vive pues de acuerdo a lo que eres, no pretendas representar un rol negativo
cubriéndote los ojos con un paño negro.
Y por débil que sea la luz muestra tu poder asimilando
el castigo para luego explotar en furia avasallándolo todo.
Y crécete siempre al castigo porque tú puedes
tú podrás siempre en ésta época que necesita a los fuertes
en este mundo que requiere que tú seas fuerte
en nuestras mujeres que nos necesitan fuertes.
Emprende tus proyectos, dale conocimientos al que no sabe
entabla sucesivos diálogos con los hombres y concretiza a tu paso.
Las meras razones en nada cuentan si no tienes experiencias concretas.
Y si tratas de ocultar tu primer error y haces alharaca en tu primer amor
Y si por puro cinismo ofreces dádivas y no eres sincero de una autocrítica
a fondo
y muestras una que otra lágrima y eres puramente aceptado
no tardarás en acumular pruebas en tu contra y serás mal visto.
Y ojo que estoy diciendo la verdad; la suavidad la transparencia
no hacen mal a nadie pero si sacan de sus casillas a los monstruos del
siglo XX.
Nadie te dice que seas amanerado sino suave y transparente
porque del lado eterno del lado bello, una fuerza impulsora
comparable a cien volcanes en erupción nunca te dejará solo
así vayas donde vayas. Y aleja de ti todo pensamiento erróneo
y maledicente porque muchas veces será tu culpa y no la del otro.
Y quiero desilusionarte, nada encontrarás en el piso regado
tirado así que alza bien la vista porque todo lo que venga
de ti llevará un sello que abrirá fuego por los flancos
y sin perder el objetivo date tiempo para todo entre tarea y tarea
entre verso y verso.
Y sin perder el objetivo ten presente amigo
que no quepa la extrañeza de nuestro encuentro
porque en tu transcurso encontrarás lo hermoso
en personas que te amen que sean sinceras contigo
que te sepan apreciar.
Y permanece cerca de ellos como brasa de leños
y aléjate de los que se dicen originales
más convive con la verdad que sea tu camino de aquí para acá
y de ahora en adelante enciende todas las luces que emanen de ti
que tu genialidad prime y cuando escuches que la guerra está declarada
no temas convulsionarte adora las reverberaciones blanquísimas
acude presto a desnudar a tu amada bésala en mi nombre
y ámala con suavidad y con ternura en esa cama de palo
que ondea como una flor blanca en sus corazones.
Que la felicidad que uno vanamente ha esperado
comprenda que estos momentos que vivimos son benditos
luchando
amándonos
construyendo nuestro ser indestructible.



Ryan McGinley



jueves, 8 de febrero de 2018

Soy A Life Worth Living

la silla vacía, un método en el que el cliente tiene un diálogo con un aspecto de sí mismo o con un ser querido que imaginariamente está en la silla.

  
Soy A Life Worth Living, 
la UK trabajadora retratada por Nick Hedges,
blanco y negro,
la mirada pueril y esa brillante expresión,
mi cara sucia y pegajosa pegada a
los helados hilos del alambre de mi catre,
mi blusa de espalda abierta,
siempre vestida de negro.
Soy Pain de Boy Harsher,
el cover de Here comes the rain again que hace Human Tetris,
una cinta en blanco y negro,
una gargantilla de cuero en el largo cuello blanco
de una persona que lleva el cabello corto,
el video de una canción de Manicure.
El sonido que se repite,
cierro los ojos y pienso que estoy sola
en medio de un lago congelado
porque esa es la vida que merezco,
soy como el hielo que cruje
dramática y lisa
problemática
molesta pero interesante.
Tengo cosas para decir a las siguientes personas:

Jamás dejes que la pobre excusa
que suelo usar sobre “lo terrible que me haces sentir”
te ofenda, ni te duela,
tuviste razón al irte el otro día mientras yo lloraba
mi enemigo no eres tú, sino la debilidad real de mi carácter.

Estoy esperando que te canses de decirme:
A veces estás demasiado tiempo en silencio y eso es inquietante.

¿Por qué no volviste a escribirme si igual me habías invitado a salir?
primero lamenté haber dicho lo que dije sobre tu hija
mientras estábamos en el restaurante,
no haber leído tu paternidad coartada
y la separación de lo que amabas
como una herida real de tu vida,
pero de verdad me alegra haber pasado ese día contigo.

Luego de cuatro días solo pude decir la verdad cuando nos despedimos
y escribí desde el autobús en movimiento,
durante las siguientes 24 horas de mi vida, estuve llorando,
pensando en lo que significa amar y ser amado en toda clase de sentidos.

Todo lo que dije acerca de tu chica y el modo en el que te engañó
pero no debías sentirte culpable,
porque lo que hacemos cuando estamos con otros es confiar
así que de ningún modo merecías tanto autodesprecio,
lo dije en serio,
y también es cierto que los últimos cinco años tratando de convertirme
en una especie de terapeuta tuvieron algo que ver,
pero muy poco, créeme.

No te saqué de mi vida por el incidente en tu casa, sino
por los incidentes de los últimos seis o siete años, cada vez que nos vimos
y yo trate de que nos manejáramos desde la amabilidad
y la competencia y el cariño,
pero siempre tuviste demasiado que decir,
porque tenías miedo y de algún modo nunca estuviste relajado
pero ojalá hubieras trabajado un poco más en ti mismo durante los últimos años.

Lamento tanto que ella te hubiera decepcionado,
y esa vez que hablamos sobre tu padre y lloraste leyendo la carta,
ojalá hubiera podido sostenerte mejor,
pero siempre comprendo.

Después de conocerme
te habrás dado cuenta que
mi vida
como una fiesta,
es pequeña,
y modesta,
solo hay tabaco y antiséptico,
puedes tomarla o dejarla,
al final
como una enorme montaña en la noche
no soy nada.



Nick Hedges